LUNA
DE MÁRMOL
Porque la vida del ser mortal está en su sangre,
y yo les di la sangre como un medio para rescatar
su propia vida, cuando la ofrecen en el altar; pues
la sangre ofrecida vale por la vida del que ofrece.
Levítico 17:11

Las noches de luna y mi amada Stella: dos obras de arte conjuradas por
un espíritu divino, a quien con esmero y sin pausa me propuse emular.
Esta conclusión se hilvana en mi pensamiento, ahora que comienzo a recordar
que he sido víctima de una gran obsesión. Justo ahora, que al observar extático
la noche contenida en un bello manto de estrellas, me reconozco en viejas
imágenes, pintando infinitas noches de luna sobre un viejo lienzo o escribiendo
rimas interminables y apasionadas inspiradas en Stella, mi gran amor.
¿Es acaso, este gran dolor que me dilacera el alma, este brutal desasosiego
que me invade, producto de mi entrega total a ese amor sin límites?
Todo esto pienso, mientras una de mis manos dibuja con fuerza un
puño flameado de impotencia; la otra (que se sabe infamada) carga con el peso
brutal de mi pasión.
¡Oh amada, son tus ojos el
negro espejo
del sin reflejo y de la pasión!
¡Oh amada son tus cabellos
evanescentes
el manto de mi lujuria y mi fortaleza!
Imagino tu cuerpo, envidia de ángeles
contorsionarse en
convulsión de amante
ante el mutismo de las sombras
que acallan sin comprender
tu magnificencia
de hembra y de estandarte
de la perfección divina...
Y un latido retumba en tu
pecho
tapizado de rosas pálidas
forzando a una lágrima
infinita
a rodar errante por mi rostro
que no logra dibujar tu
silueta
en su tenue recorrido
de mundos circulares e
invertidos
y multiformes...
Sin duda, pienso, nuestra sospecha de Dios es de índole estética: la
belleza de la noche, la luz de una luna de mármol reflejada en el espíritu
milenario de un bosque, de una planicie o de un desierto, son claros ejemplos
de esa naturaleza pretérita que refleja -o que parece reflejar- a la divinidad.
Pero en tanto nos sumergimos en la dimensión de lo humano, pronto
aparecen el sufrimiento, la desdicha, la incomprensión, la traición. Y surgen
así nuestros interminables calvarios, y por toda respuesta encontramos al final del
camino, el silencio o la ausencia.
¡No ha podido un solo dios
construir
tus infinitas virtudes y complejidades!
Sólo una danza de infinitos
dioses
pudo haber enlazado tus curvas
y tus labios y tus ojos y tu pelo y tu sombra
Y como una alfombra,
de sordos pétalos
de un millar de rosas
entretejieron incansables
los dioses tu efímero tul
para lograr tapizarte con
esa piel embriagadora...
Recuerdo que ese día (¿fue hoy?) no respeté horarios prefijados. Más
me hubiese valido respetarlos. Atravesé el jardín, sin ruido y sin sombra. Abrí
lentamente la puerta vaivén para que la llave, de un giro, traspasara la puerta
principal. Subí las escaleras. Aún escucho los ecos del leve crujir de los
escalones, y de ciertos jadeos sordos e inmundos provenientes del dormitorio.
No fui sospechado. Los observé atónito desde la oscuridad ficticia
levantada por una ochava de pared. Todavía veo a Stella, a mi amada Stella, enlazada en los brazos de su amante. Humedades, pelos y perfiles jadeantes
reconstruyen, una y otra vez, la escena en mi cabeza, sin piedad.
Los dejé concluir con su infamia. Me mantuve oculto un largo rato;
entonces el hombre se vistió y, como quien ha conquistado un trofeo o cumplido
con una misión impúdica, se retiró portando una sonrisa suficiente, que sospeché
maliciosa, cruel. Dejé que se marchara: decreté su inocencia. No era culpable
por sucumbir ante la belleza de Stella. En cambio, ¿qué decir de mi amada?
Entré al cuarto. Con sorpresa y, acaso invadida por la vergüenza que
despierta una traición desnuda, Stella se sobresaltó.
—Hola, amor mío —le dije, en tono afable—, ¿cómo estás?
Ella quiso hablarme, pero lo intentó sin voz. O con una voz ahogada.
Un par de hermosos ojos se le escapaban
de sus órbitas.
—No te avergüences, amor, tal vez… —hice una pausa deliberada— ya
sea tarde para eso.
Me senté a su lado. Le acaricié el rostro con una lentitud
sacrificial. Sus bellos ojos se apaciguaban, y lentamente también trocaban en
brillo. Todo transcurría en cámara lenta.
Sus hermosos ojos, ya envueltos
en la penumbra, me obligaron a confesar:
—Tantos poemas les he escrito —dije, mientras los circundaba con mis
dedos—, y también a tus cabellos, y a tus manos... —Tomé sus manos fuertemente
entre las mías—. Ven conmigo —le imploré.
La conduje hacia la ventana. La noche ya caía o nacía, y dibujaba la
luna a través de los vidrios. En ellos, refulgía con más fuerza.
—Es la noche una gran artista —murmuré—, y es la luna su obra
sublime.
Silencio. Profundo silencio.
—La luna es casi tan bella como tus ojos —advertí, haciendo otra
pausa—. Si los ojos son el espejo del alma, la luna es el espejo del alma de
Dios.
Stella temblaba. Comenzó a sollozar, advirtiendo o presintiendo el
hecho innegable de que una gran calma precede y anuncia una gran tormenta.
La atraje hacia mí y la
abracé con fuerza.
—¿Será que al amar tanto a la luna también te he sido infiel? —dije
con ironía y, seguramente, con un rostro
sombrío y transfigurado—. Ambas son mi
obsesión —concluí. —Estas últimas palabras resonaron afiladas.
¡Tus ojos y la noche,
tus cabellos y la luna,
las sombras y la sangre:
lunas de sangre,
ojos traicioneros, perra
diabólica, oh amor mío!
—Es bello mi poema, ¿no crees? ¿No lo crees? ...—la interrogué,
acelerando y aumentando cada vez más el tono rugiente de mis palabras—. Tú y la
luna, tus ojos y la noche, tus cabellos y la sombra. La traición y la sangre.
Infinitas combinaciones. Infinitos amores: infinitas
traiciones.
Entonces me pareció, al observar la luna, de soslayo, que cobraba
vida; es decir, que su rostro de piedra o de mármol me miraba con odio, con
furia, y que esa fuerza inmanente en mi perla redonda y amada, nacía en mí y me
obligaba a dejar escapar, de una vez, mis propios odios. Abyecto, sentí calor:
el de un fuego provocado por los celos de su perfecta redondez nocturna.
Es como una pesadilla diabólica y aberrante
el querer abrazarte cuando
veo tu cuerpo
incendiarse entre mis
manos...
Y pierdo tu piel y pierdo
tu rostro y tu pelo...
¡Y tus ojos, tus brillantes
y redondos ojos!
En verdad la noche es
maravillosa. La luna, en incendio concéntrico, flamea sobre un pedazo de cielo,
mientras las pezuñas del silencio la afantasman aún más.
Brillan estrellas, que son testigos, de mi dolor y mi desdicha. El
jardín, rodeado de árboles frondosos, intenta contener en imágenes, que se
desdibujan, los recuerdos y las risas y las complicidades de un amor que fue y que, acaso, ya no será.
Por amor la maté,
no sin antes hacerla sufrir.
Por amor le abrí las entrañas.
Por amor me bañe con su sangre,
en orgía satánica y brutal,
para purificarme y para purificarla.
Para que a través del sufrimiento,
en vano juego ilusorio,
alcanzáramos la eternidad....
Como un artista fatal le dibujé el pecho:
una vieja daga,
construida con la herrumbre
de lunares dioses incendiados
fue el instrumento sagrado.
(Versan ciertas religiones
de la antigüedad
sobre el alma contenida en la sangre.)
Yo quería poseer su alma.
Y no habiendo podido ser el
único,
quise ser el último...
Y todo es dolor, y llamas,
y llantos
Y cuchillos, y entrañas y
sangre...
Y amor de cuerpos
amantes...
Seré el último en hacerte
el amor.
Aunque estés inmóvil o
mutilada o fría...
Danzando entre tus
entrañas, mi bella mujer lunar,
por última vez, serás
mía...
Sin duda, los dioses se intuyen
mejor en la unión de los amantes. Sin duda, los dioses se intuyen mejor en la
inmovilidad de la noche. Y oigo grillos cortesanos a lo lejos. Y el silbido de
un viento leve rozándome la cara. Y observo mis pies: un lento escarabajo -como
un gladiador furtivo- se abre paso entre la tierra removida, sin sospechar (ya
que los insectos forman parte de ese maravilloso y selecto mundo de los seres
inmortales, de los que no sospechan la muerte; de los que viven en la eternidad
del instante, sin tiempo) que a un metro
de distancia y de tierra y de lombrices se halla el cadáver, aún tibio, de mi
amada.
Por último, la luna de mármol dibuja el perfil del rostro de mi
amada, pues, como un trofeo, su cabeza mutilada cuelga de sus hermosos cabellos,
atrapados violentamente entre mis dedos; y dada la belleza estética de los
dioses, las cuencas de sus ojos aún los contienen, hermosos y letales.
¡Oh amada, son tus ojos el
negro espejo
del sin reflejo y de la pasión!...
Qué intensidad y qué ternura a la vez hay en tus palabras, César..se nota que estan escritas con el pulso de un sentir.
ResponderEliminarSí, sin duda también yo me enamoro de ellas.
Me quedo por aquí..
Besito
La belleza marcado en fuego robada del mismo olimpo siempre es de sospechar que solo traerá consigo, después del amor a la carne, la desdicha de la traición y el dolor de la muerte confinándonos al olvido.
ResponderEliminarLa belleza que reluce en los ojos, moldea su rostro y da contorno a su figura solo encubre a un alma macabra si no reluce antes su dotes de sabio ser y dulce ternura de mujer
Un Saludo Desde Desde el Fin Del Mundo.
[...] ese maravilloso y selecto mundo de los seres inmortales, de los que no sospechan la muerte; de los que viven en la eternidad del instante, sin tiempo[...]
ResponderEliminarMe gustó encontrarlo.
Todo está dicho ya sobre este temperamental cuento. El juego de naturalezas increíble. Por la misma razón que se anestesia la mente con la obsesión se destruye lo que se ama y se comprende único. Terrible.
Precioso.
Un fuerte abrazo