Cuentan los númenes del
infierno que nadie había osado jamás burlar la inefable habilidad del cerbero y
menos aún había logrado sumergirse en las sanguinolentas aguas del Aqueronte y
cruzarlas, aguas cuya morbidez infranqueable dilacera las carnes o trepana los
huesos de cualquier mortal. Sin embargo, Orfeo, mi amado Orfeo, ataviado con la
invencible armadura de su audacia y de su amor, a la vista de los sorprendidos
demonios y de sus sombras, lo consiguió. Y así fue que llegó a las mismísimas
puertas donde reina el eterno Hades; así fue que franqueó la puerta de marfil
cristalino donde las almas de los penitentes se reflejan y padecen por la
eternidad. (Porque no es verdad, como cuentan algunas historias, que fue
invitado de demonios.) Con su atrevimiento derribó, entonces y para
siempre, los Destinos Prefijados. El
mundo subterráneo, patético tormento de los hombres, fue atormentado y
silenciado por el amor de un hombre y su lira celestial. Nació de ese modo el
libre albedrío, y hubo una confusión de destinos y el infierno de unos pasó a
ser el de otros. Orfeo, repechando los inexpugnables laberintos del infierno
fue matador de demonios y de sus leyes. A través del Gran Espejo Dodecaédrico
que todo lo ve, ante la mirada del rey de los demonios, el Magnánimo Hades, fui
testigo del irrefrenable atrevimiento de
mi amado. Porque tampoco es verdad que fui entregada en sus brazos a partir de
un pacto.
-Oscuro
Hades, entregadme a mi amada –dijo Orfeo, sin miedo.
-¿Acaso
crees, pequeño mortal, que puedes darle órdenes al Señor del Inframundo? –respondió
el oscuro Hades.
-Ni
siquiera tú, Hades, has de detenerme. No he de regresar sin ella, jamás –sentenció
Orfeo.
-Entonces,
pequeño músico, ten por seguro que ya no has de salir de mis dominios; ella se
queda. –La voz de Hades tronó con furia.
Y contra el tronar de
Hades tocó su lira mi amado. Y contra las rocosas paredes del recinto dieron
sus notas, y se desgarraron y cayeron las otrora inamovibles columnas que databan
de un tiempo inmemorial, anterior a los hombres.
Tomada de la mano de Orfeo
fui arrastrada por pasillos laberínticos donde la oscuridad estaba forjada con
los lamentos de las almas perdidas. A medida que avanzábamos por esos
corredores terribles, notábamos cómo iban cambiando de forma; la piedra que los
conformaba iba trocando: ora en sangre, ora en pútrida piel de hombres, ora en
huesos cadavéricos, ora en lozas de cementerio cuyos epitafios versaban acerca
de nuestro horrendo final.
Los pasillos se multiplicaban
en la noche sin fin, pero Orfeo jamás disminuyó su marcha; entendió que en la
resolución de un hombre habita la verdadera libertad y el verdadero amor.
Los demonios, a su vez,
entendieron que no podían luchar contra un hombre sin miedo, y tuvieron miedo.
Llegamos a una bifurcación
y vimos que hacia arriba se extendía la luz de la mañana del mundo. Sin
embargo, Orfeo, en ese reflejo demasiado cautivante presintió el engaño. A
nuestra derecha asomaba un corredor oscuro, acaso letal, que descendía
bruscamente; hacia allí me empujó mi amado, y nos sumergimos en sus fauces.
Porque la fisonomía del
inframundo había cambiado; porque Orfeo pudo predecirlo, porque los lamentos y
la sangre y los huesos y los epitafios escabrosos comenzaron a desaparecer en
nuestro descenso interminable.
El arriba era abajo, el
abajo era arriba.
Llegamos al final del
camino y la luz de una luna perfecta golpeó contra las cuerdas de la lira de
Orfeo, y contra nuestros rostros desbordados de lágrimas. Interminablemente nos
besamos bajo un cielo nuevo que paría nuevas estrellas a cada instante.
Contagiados de esperanza,
fuimos libres.
Abajo, en el infinito
hueco de los demonios, Hades debió dar cuenta de su derrota. Otro demonio, más
joven y elemental, pero más astuto y certero, ocuparía el trono del vencido
Hades, blandiendo un punzante tridente en las manos.
De este modo, la
historia de nuestro amor determinaría el principio del fin de una Era: el mundo
del mito habría de extinguirse en el recuerdo de sus propias historias, que, como reliquias de un tiempo preternatural, habían definido el espíritu de
aquellos siglos.
Entonces, el paso de
los eones daría a luz a otro mundo. Una tierra de hombres en cuyas venas correría cuajada la roja
sangre de un único dios junto a la de un
único demonio: Lucifer.
Desde los eones del tiempo
resuena una órfica lira… Insomne, nos recuerda que el Destino está en nuestras
manos, y que el Amor, más allá de toda duda y de toda tentación, es invencible.
(Desde el recuerdo de Eurídice…).
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