Si te cruzas con algún fantasma aquí adentro, simplemente ignóralo; pero si se pone fastidioso, recítale algún verso en voz alta, que con eso será suficiente... (Si te toman por loco, no es culpa mía.)

sábado, 7 de mayo de 2011

El sueño de la doncella


La bella mujer va despertando de un sueño aletargado, profundo. Lentamente se levantan sus párpados dormidos e imágenes tremendas se agolpan por unos breves segundos (que parecen siglos) en las que cunde lo extraño o lo inconcebible. Observa fijamente el techo, tan lejano. Disímiles arabescos la envuelven en una rara mística de morbidez sensual. Su cuerpo se contorsiona entre las sábanas, profundamente blancas. Una sensación ubicua recorre todo su ser. El mundo onírico sucumbe ante el real.

La habitación, construcción de una estructura casi ciclópea, es de granito, abovedada y semicircular. Dos inmensos ventanales se levantan con orgullo frente a su aposento. A su derecha se extiende un inmenso espejo que ocupa una vasta porción de pared (un muro imponente con aspecto de eterna indestructibilidad).

El nombre de la muchacha es Sheilah y posee la belleza cautivante y los aires de una princesa. Jamás los ojos de un hombre han visto una mujer tan increíblemente bella. Jamás se ha visto condensado en un único ser tan maravillosa voluptuosidad circundada por una piel que, como una volva de seda o terciopelo, la envuelven en un increíble juego de curvas felinas.

Sheilah se incorpora con lentitud. Abandona el lecho y, tras dar una breve mirada en derredor, se dirige hacia uno de los ventanales. Observa las distantes copas de los árboles. El espeso bosque parece casi irreal desde allí. El cielo, cargado de nubes negras y amenazantes, resalta el verdor de la vegetación. El bosque parece cobrar vida propia.
El viento trae consigo el aullido de lobos salvajes, dueños y señores del bosque milenario. Aunque resulta paradójico, algo parece estar asustándolos. Algo temible, como una horda de muerte y desolación.
Entonces Sheilah ingresa en un nuevo letargo, allí mismo, extática, al pie del ventanal:

“Sólo quedamos con vida un pequeño grupo formado casi en su totalidad  por mujeres y niños, pues la mayoría de los hombres ya han muerto en batalla, tratando de enfrentar al terrible invasor.
 Se oyen las huestes de la muerte acercándose furtivamente hacia nosotros.
Con la fe no basta. Mil dioses no bastarían para detener a estos demonios. Acaso el último bastión de una raza de valientes está a punto de fenecer, pues, la bruma, dolorosa confirmación de este presagio, comienza a rodearnos; delimita sin remordimientos un  círculo de exterminio…
 Divisamos ahora a los macabros jinetes de vanguardia montados en sus enormes corceles que, golpeados por la luz de la luna, reflejan sus largas crines negras y fulgurantes.  En poco tiempo toda la aldea es rodeada por la bruma y por el invasor.
Se oyen alaridos por doquier. Se ven rodar cabezas sobre la tierra espesa que rápidamente se tiñe de rojo y de espanto. Los cuerpecillos de nuestros niños son pisoteados por esas bestias implacables o despedazados por el peso de brutales espadas hasta quedar irreconocibles. ¿Cómo puede mi Dios permitir semejante atrocidad? ¿Es que han sido abiertas las puertas del Infierno?
 En pocas horas todo ha sido muerto, incendiado, mutilado, despedazado. He visto morir a mi esposo en manos de un jinete brutal, comandante de esta horda satánica.
 ...
 Un corcel furibundo traspasa la niebla. Lo cabalga el matador de mi esposo. Su rostro es terrible, enjuto, malévolo, pero cargado de una mórbida sensualidad. Sus ojos son grandes y rojizos. Sus labios finos encierran una macabra sonrisa llena de crueldad.
  Sólo yo y mi pequeña hija hemos quedado con vida en medio de este maldito  círculo de bruma asesina, aterradas y ateridas a un trozo de madera astillada, otrora fachada de una hermosa vivienda, sollozando y temblando, rezando e implorando que esta pesadilla acabe de una vez.
 El gran jinete da una orden precisa. Uno de sus subordinados me arranca a mi  niña de los brazos. Un grito ensordecedor se me escapa de las mismísimas profundidades del alma hasta quedar exánime. Es un aullido desesperado, aterrador, amargo, estentóreo. Siento que mi corazón comienza a apagarse...
  El execrable comandante invasor desmonta y me rodea como un lobo rodea a su presa indefensa. Este hombre maldito me toma entre sus brazos, que no tienen piedad pero sí la fuerza de diez hombres, mientras su inmensa y pesada capa me envuelve por completo. Luego, una extraña sensación de dolor y placer me subyuga profundamente, hasta desmayarme o morir...”

Sheilah abandona nuevamente su ominoso letargo. El monumental edificio se reconstruye, erigiéndose con prisa en torno a la muchacha, conteniéndola en sus fauces. 
Camina hacia el espejo con el andar de un tigre o una pantera. Se detiene frente al él. Con sus delgadas manos derriba los débiles breteles de su camisón. El ropaje golpea sin ruido contra los fríos mosaicos. Su bello cuerpo se refleja en todo su esplendor; es un magnífico espectáculo cargado de una deleitosa sensualidad. Los contornos de las sombras lo describen así. Las sombras no mienten, la cortejan. (Sheilah posee un amor visceral por las sombras y por la noche.) Se observa, se desea. Comienza una contorsión rítmica, procaz. Sus mejillas enrojecen, sus labios  -que parecen más voluptuosos ahora, al igual que todo su cuerpo- se pintan de un rojo carmesí. Sus ojos -que las estrellas no odian pero sí envidian- fulguran proyectando grotescas y lujuriosas imágenes.
Sus manos recorren caminos de piel pálida y suave, de negros cabellos azabaches.
Gime la bella mujer en su soledad. Un deseo incontenible explota dentro de sí. Lentamente desaparece el reflejo y la sombra. Sheilah se dirige hacia el ventanal; se le abalanza. Rompe los cristales con una mezcla de furia y pasión.

La bella mujer vampiro, entonces, extiende sus enormes alas y vuela en busca del gozo y de la noche...


La noche me envuelve, es la capa de mi amado vaivoda* acariciándome... Amor mío, voy a tu encuentro...”

FIN

Desde las catacumbas de mi alma, con amor.... Rashek.





* vaivoda: referencia a Vlad Tepes, El Empalador, personaje histórico a quien Abram Stocker en su maravillosa novela "Drácula" transforma en un vampiro.