Si te cruzas con algún fantasma aquí adentro, simplemente ignóralo; pero si se pone fastidioso, recítale algún verso en voz alta, que con eso será suficiente... (Si te toman por loco, no es culpa mía.)

martes, 16 de julio de 2013

Desierto



1

  Recuerdo que fue durante aquella numinosa tarde de mayo que compré el cuadro  y que, por unos pocos pesos, el vendedor del viejo anticuario de San Telmo me lo envolvió casi con euforia. Aún veo la sonrisa dibujada en su rostro pálido, el rostro de un hombre sufrido (ahora lo sé) que aparentaba más años de los que realmente debía de tener.  Agazapado tras unos gruesos lentes de carey,  él había estirado los brazos para entregarme en las manos mi nuevo capricho:

—Ha efectuado una excelente compra, señor —había retumbado su voz, chillona y temblorosa—. No se arrepentirá. Cuídese mucho… 

Al salir del negocio una poderosa tormenta arreciaba Buenos Aires; la ciudad se desgranaba en truenos y en llantos. Llegué a casa con el último suspiro de mi desvencijado paraguas. Dejé las llaves sobre la mesa y, ávido, desenvolví mi adquisición. No me había percatado hasta ese momento tan esperado de soledad y calma hogareña de los extraños pero cautivantes detalles de la pintura:

En medio de un inmenso desierto, un hombre se arrastra doliente, como queriendo alcanzar un objetivo o, quizá, su salvación. Su rostro desorbitado se encuentra dibujado, digamos, abajo y a la izquierda de la escena, en el punto exacto donde (dicen los entendidos de arte) fija por primera vez la vista  quien sabe apreciar una obra. El cielo es de color ocre. La división entre el horizonte y la abrasiva arena es una línea difusa. Entre la ubicación del hombre y el lado opuesto del marco hay dibujadas en el suelo arenoso unas marcas difíciles de describir: como arabescos, como humo, una mezcla de pisadas humanas y no humanas. Sobre el lado derecho y al centro (algo por debajo del horizonte) se ve lo que en principio parece ser el ala de un gran pájaro caído.  Derribando todos los cánones estilísticos, el ala desaparece en el borde interno del marco del cuadro sin que se llegue a apreciar a qué animal pertenece.

Descolgando aquella vieja reproducción de “El beso” de Gustav Klimt, la pared de la sala estrenaba ansiosa la llegada de un bello y absorbente desierto. 


2

  Una tarde, al llegar del trabajo, encontré  unas marcas en el piso, justo por debajo del cuadro. Recuerdo que pasé un trapo y que la mancha salió casi por completo; también que en el trapo quedaron adheridas unas partículas que parecían un fino aserrín o, quizá, granos de una sustancia más vidriosa. Al día siguiente, y al otro, la situación se repitió. Llegué a descolgar el cuadro y a darlo vuelta para percatarme de que no hubiese marcas de polillas o de algún otro insecto desagradable que estuviese royendo la madera. Nada. Absolutamente nada.


3

  La cantidad esparcida de esa extraña sustancia se multiplicaba. Mi escaso tiempo para limpiarla también.


4

  Esa noche regresó la tormenta. Desde la adquisición del cuadro   no había vuelto a llover tan copiosamente sobre la insomne metrópoli; sin embargo, yo dormí profundamente. Extrañas fueron las imágenes de aquel sueño que me envolvió en sus fauces…

   Me hallaba en mi dormitorio.  A mi alrededor, todo poseía una tonalidad más amarillenta y más oscura. Por algún extraño motivo, algo me compelía a salir del cuarto e ir en su búsqueda…  Comencé a caminar  a tientas rumbo a la sala, con mucho esfuerzo pues, a la vez, una sustancia desconocida molestaba y ardía mis ojos; el ambiente era ventoso y hostil. Al llegar a la sala, me dirigí hacia el cuadro. El hombre doliente de la imagen (el de la izquierda) tenía mi rostro y me miraba con desesperación; me hablaba desde el cuadro, con mi voz: me imploraba que no mirase hacia el lado opuesto de la pintura. Recuerdo que -como es común a todo sueño- la pintura estaba transfigurada; pero era mucho más vívida. Entonces comprendí que lo que molestaba a mis ojos era arena: se desprendía de la pintura; el viento, furtivo e impiadoso, seguía aguijoneándola en mis pupilas… Mientras tanto, mi otro yo seguía gritando desde el cuadro, con su apestosa fisonomía de horroroso dibujo viviente. Luego, pasó lo inevitable: miré hacia el otro lado; lo que recordaba como una especie de ala pasó a ser la imagen completa de una mujer ángel bellísima, acuclillada, agazapada sobre sus codos. Me quedé observándola largo rato. Mi otro yo insistía con sus gritos, implorando que ya no la mirase. Lloriqueaba de tal modo mi alter ego de óleo que llegó a cansarme; fue cuando, repentinamente, levanté mi brazo y empuñando un objeto filoso, inexistente hasta ese momento —una especie de estilete o punzón—, con violencia, se lo hundí en el rostro; atravesando esa zona del cuadro, lo maté. La sangre manaba a borbotones de su cara desfigurada. De pronto, descubrí que, en mi mano, en vez de un objeto cortante, cargaba algo similar a un balde; lo coloqué en posición para que la sangre de mi émulo chorreara y, de esa forma, no inundase la sala, el barrio, a Buenos Aires toda, e incluso, el mundo entero. Fue cuando el dibujo de la mujer ángel se movió: levantó la mirada. «Ayúdame», me dijo. No resistí: estiré mis manos con cuidado y rocé una de sus alas; inmediatamente me sentí aturdido, extasiado. Ella se incorporó. Lentamente fue desprendiéndose del cuadro e ingresando en la sala. No pude sostenerle la mirada… Era tan profunda, tan atractiva, tan de otro mundo…

  
  5

Desperté empapado en sudor de pies a cabeza. Me dirigí al baño para darme una ducha. Mientras el agua iba despertando facciones dormidas, a través del tragaluz pude observar que la lluvia había cesado; sin embargo, el día seguía encapotado. Cerré la canilla; me sequé. Recordando el sueño reciente se me ocurrió echarle un vistazo a la toalla: no había rastros de arena. Un suspiro de alivio golpeó contra azulejos empañados… 


 6

Pasé por la cocina, calenté mi hálito de paz, mi religión acuosa, y la eché dentro de una taza. Santa trinidad taza-grano-café humeante, a ti debo mis plegarias, pensé. Empuñando mi sabroso elixir, me dirigí a la sala. Tomé el diario del día anterior (letras muertas) y decidí una fugaz relectura. Mientras masticaba una grasienta medialuna recalentada e intentaba un nuevo sorbo de café, levanté la vista: se me cayó la taza,  me empapé con el café, comencé a proferir gritos ensordecedores, me quemé. Pero no grité por eso —o no grité sólo por eso—: una estatua como de granito amarillento se erigía delante de la pintura. Era la figura de una mujer ángel agazapada; era la figura del sueño, pero yo estaba despierto, bien despierto. Podía dar cuenta de ello el ardor de mis piernas magulladas por el sacudón de mi desbordante y negra religión acuosa. Me incorporé. Dubitativo me dirigí rumbo a la imagen; dubitativo rocé uno de sus brazos. No podía creer lo que estaba pasando. Acto seguido, intenté moverla: era increíblemente pesada. Lo primero que atiné fue a intentar sacarla de la sala, pues si llegaba una visita ¿que iba yo a decirle? Intenté arrastrarla rumbo al dormitorio. Fue en vano. Ese día falté al trabajo. No sabía qué hacer. No sabía a quién contarle, a quién pedirle ayuda; de seguro me tomarían por loco. Adicto a la cafeína sí, loco no. En uno de mis desesperados e inútiles tirones, de uno de los brazos de la estatua se desprendió una especie de cáscara o costra polvorienta. Por debajo, vislumbré una superficie levemente dorada. Me animé a rozarla con la punta de mi tembloroso dedo índice izquierdo. Era carne, era una maldita y bella piel angelical…


7

  Con infinita paciencia fui retirando la capa pedregosa que cubría la superficie de mi ángel. Rompí la costra que inmovilizaba su cintura, sus rodillas, sus codos. Con suavidad, la recosté sobre una pequeña alfombra. Lentamente, la superficie pedregosa fue dando paso a una piel de seda: brazos, cuello, tórax, pechos, ombligo, pubis… Su desnudez aturdió mis sentidos. Extasiado limpié cada tramo de sus alas.


8

  Mi ángel abrió los ojos. Mirándome, esbozó una tierna sonrisa. «Gracias», balbuceó. Su voz, sin duda, era la voz de un ángel… ¡Eran tan bellos sus ojos y tan bello su rostro! ¡Tan bello era su cuerpo y tan bellas sus alas! Me enamoré perdidamente…


9

  Sí, perdí la noción del tiempo. Dejé de salir a la calle. Hice varios pedidos telefónicos al mercado para acumular y congelar alimentos: de esa manera no tendría que dejar sola a mi ángel ni por un minuto. De más está decir que abandoné el trabajo, a mis amistades, rehuí todo contacto social. Por tiempo indefinido sobreviví de mis últimos ahorros. 


10

  Como locos, hacíamos el amor durante todo el día y, si mis fuerzas lo permitían, durante toda la noche. Ella, tan angelical, no se cansaba jamás. De a ratos -muy fragmentados por cierto-, intentaba yo recuperar fuerzas; ella siempre me despertaba antes de que pudiese conciliar un descanso reparador. Insomne e insaciable era mi bello ángel; me despertaba —entre sus gemidos y sus llantos— con ella fundida, ensamblada a mi cuerpo… Sus alas me envolvían por completo cuando fuera de sí sus recovecos impudentes, en estentóreo temblor, llegaban al éxtasis.


11

  Pasaban los días y yo, lentamente pero sin pausa, pasé de un estado de deseo y locura a prácticamente no poder moverme. Estaba abatido, casi desconsolado. Y ella no entraba en razones.


12

  Esa postrera tarde, al fin, decidí escapar. Recuerdo que, antes de huir, por última vez —y quizá por primera vez desde el extraño suceso— observé el cuadro: no había rastros del ángel en la pintura.  El hombre de la izquierda yacía ensangrentado; sin duda, era la representación de un hombre muerto. Un cuchillo, hundido en el lienzo, le atravesaba el rostro… Fugazmente comprendí que los pasos dibujados no se dirigían hacia donde alguna vez estuviera pintada la mujer angelical, sino que escapaban de ella. 


13

  Al salir no miré hacia atrás. Y creo que ella no me siguió. Afuera, arreciaba una tormenta amarilla. Las calles porteñas eran del todo irreales. No vi gente, no vi un pájaro. En vano intenté regresar. Mi casa ya no existía. Sólo había arena y viento…


14

  No sé cuántas cuadras envueltas en un espantoso desierto caminé errante. Pero recuerdo que, súbitamente, me encontré a las puertas del anticuario donde había comprado el fatídico cuadro; en vano llamé a la puerta, nadie salió. Cansado, me dejé caer. La cruenta arena se tragaba mis inservibles lágrimas. Al costado del negocio una ventana se abrió. Con esperanza —y con la ayuda de mis últimas fuerzas— me fui incorporando; me así con fuerza al marco de la ventana. Al asomar mi cabeza, vi a un hombre que, apresurado, juntaba arena con un balde; desesperado le pedí auxilio. A su lado, de pie, se hallaba mi ángel. Le supliqué que la matara; no me hizo caso. Algo cortante se hundió en mi cara…


15

  Aquí yazgo, silente, observando infinitamente al mundo, escapando infinitamente de un fatídico ángel; un desértico y desesperante infierno me circunda, que es como la imagen de un cuadro…

  Aquel vendedor (ahora lo sé) fue una víctima que, de algún modo, logró escapar;  yo soy su reemplazo.




                                                                                                    César Augusto Pacheco