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Atestiguado por las sombras,
acaso menos perverso que monstruoso, el cuerpo de ese hombre gris se arrastra,
repta por los recovecos de la mente (de
los sueños, o de un texto de pesadilla) de Julián. Esa noche, como cada noche desde hace algún
tiempo, el ritual de imágenes y de sonidos y de sollozos se enciende. Julián se hunde
implacablemente; debajo del colchón encuentra al que repta. Lo mira a los ojos, pero no hay ojos, sólo cuencas vacías…
En el sueño, el hombre que repta se dirige, nauseabundo y atroz, hacia el
cuarto de la madre de Julián: va a matarla; sencillamente, Julián lo sabe. A tientas, entre gritos sin voz (típico de pesadilla) intenta alcanzar al monstruo… Hay gritos, hay cuchillos, hay manos
cercenadas de seres abominables; no hay
ojos, nunca hay ojos. Julián despierta. Se levanta, aturdido, y se dirige al
cuarto de su madre…
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Entra a la habitación y
encuentra a una madre durmiendo, soñando que tiene un hijo que se llama Julián, que sueña con un monstruo que va a matarla. Pero no existe tal hijo, nunca ha
existido; no existe la mujer, tampoco. Solo hay un monstruo —horrendo y
terrible y blasfemo— soñando con una mujer, que sueña con su hijo que no existe,
esperando a que despierte para comerle los ojos. El monstruo, arrinconado en la onírica
habitación, no tiene manos; escribe este texto incomprensible con sus muñones.
Cuando esta noche —a partir de la lectura— tú, grisáceo lector, sueñes con Julián y con su madre y con el
monstruo, y acaso te quedes sin ojos, no me inculpes; quizá ya estés dormido y
reptando en ese / en este momento.
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Atestiguado por las sombras,
acaso menos perverso que monstruoso, el cuerpo de ese hombre gris se arrastra… Repta por los recovecos del sueño -o de este texto-, que de algún modo son lo
mismo.
César Augusto Pacheco