No es infrecuente la torpeza que
habita en el diálogo de aquel hombre que sólo acostumbra a dialogar con sus
versos o con sus fantasmas: llámese misantropía o como se quiera. Ese mismo hombre que creyendo encontrar —al
fin— un alma que es reflejo de la suya, tardíamente descubre el error de esas
insociables palabras y en vano intenta subsanarlo: la herida proferida ya ha
supurado la infamia de saberse nuevamente solo. Entonces el dolor lo avasalla,
lo carcome. Es como una pequeña muerte dentro de otra y de otra… una estampida
destructiva, una escalera hacia el abismo de un pétreo y perpetuo vacío. Una
lápida se yergue brutal sobre su espíritu. Gélido, no sabe cuáles deberán ser los pasos a seguir, dónde
está su horizonte.
Nuevamente acude en su ayuda —que es
asalto destructivo— el ser que lo define, quizá su «yo» real, el oscuro poeta,
su mister Hyde, el que fagocita todo sentimiento, todo dolor, para
transformarlo en versos, en imágenes, en espantos, en jadeos. Su arte debe ser a pesar de. Si el hombre de carne y huesos y pelos y
sangre muere en ese acto —que su desdoblamiento cree catártico— pues adelante.
Impenitente, nada habrá de acallar la pluma de su fantasma. Y es el fantasma
el que pone punto final a este párrafo, a la vez que aquel hombre, únicamente
dueño de una mano sin alma, cae exhausto, rendido a los pies de su infausta literatura.
César
Augusto Pacheco