Si te cruzas con algún fantasma aquí adentro, simplemente ignóralo; pero si se pone fastidioso, recítale algún verso en voz alta, que con eso será suficiente... (Si te toman por loco, no es culpa mía.)

lunes, 13 de mayo de 2013

La soledad del poeta



            No es infrecuente la torpeza que habita en el diálogo de aquel hombre que sólo acostumbra a dialogar con sus versos o con sus fantasmas: llámese misantropía o como se quiera.  Ese mismo hombre que creyendo encontrar  —al fin— un alma que es reflejo de la suya, tardíamente descubre el error de esas insociables palabras y en vano intenta subsanarlo: la herida proferida ya ha supurado la infamia de saberse nuevamente solo. Entonces el dolor lo avasalla, lo carcome. Es como una pequeña muerte dentro de otra y de otra… una estampida destructiva, una escalera hacia el abismo de un pétreo y perpetuo vacío. Una lápida se yergue brutal sobre su espíritu. Gélido, no sabe  cuáles deberán ser los pasos a seguir, dónde está su horizonte.
            Nuevamente acude en su ayuda —que es asalto destructivo— el ser que lo define, quizá su «yo» real, el oscuro poeta, su mister Hyde, el que fagocita todo sentimiento, todo dolor, para transformarlo en versos, en imágenes, en espantos, en jadeos.  Su arte debe ser a pesar de.  Si el hombre de carne y huesos y pelos y sangre muere en ese acto —que su desdoblamiento cree catártico— pues  adelante.  Impenitente, nada habrá de acallar la pluma de su fantasma. Y es el fantasma el que pone punto final a este párrafo, a la vez que aquel hombre, únicamente dueño de una mano sin alma, cae exhausto, rendido a los pies de su infausta literatura.



                                                                                     César Augusto Pacheco