Y así, a fuerza de confrontar conmigo mismo, con mis miserias, con mis sombras –que ora proyectan valquirias, ora proyectan ángeles, ora proyectan mis demonios y mis vísceras-, voy aprendiendo que todo insomnio ensaya una gran revelación, que toda lágrima derramada es un mínimo mar que en su circularidad y en su caída, inevitable, refleja la certera posibilidad de volver a sonreír. A fuerza de sostener mi propia mirada, que no es otra cosa que caminarse hacia adentro, voy descubriendo que el silencio de mis párpados y de mis labios puede ser un gran aliado, voy descubriendo que aprehender a quererse uno mismo es aprehender a querer el mundo y sus circunstancias, sean las que fueren.
Aprehender duele, pero no hay otra manera.
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