Si te cruzas con algún fantasma aquí adentro, simplemente ignóralo; pero si se pone fastidioso, recítale algún verso en voz alta, que con eso será suficiente... (Si te toman por loco, no es culpa mía.)

domingo, 7 de febrero de 2016

Orfeo y Eurídice (ucronía)



Cuentan los númenes del infierno que nadie había osado jamás burlar la inefable habilidad del cerbero y menos aún había logrado sumergirse en las sanguinolentas aguas del Aqueronte y cruzarlas, aguas cuya morbidez infranqueable dilacera las carnes o trepana los huesos de cualquier mortal. Sin embargo, Orfeo, mi amado Orfeo, ataviado con la invencible armadura de su audacia y de su amor, a la vista de los sorprendidos demonios y de sus sombras, lo consiguió. Y así fue que llegó a las mismísimas puertas donde reina el eterno Hades; así fue que franqueó la puerta de marfil cristalino donde las almas de los penitentes se reflejan y padecen por la eternidad. (Porque no es verdad, como cuentan algunas historias, que fue invitado de demonios.) Con su atrevimiento derribó, entonces y para siempre,  los Destinos Prefijados. El mundo subterráneo, patético tormento de los hombres, fue atormentado y silenciado por el amor de un hombre y su lira celestial. Nació de ese modo el libre albedrío, y hubo una confusión de destinos y el infierno de unos pasó a ser el de otros. Orfeo, repechando los inexpugnables laberintos del infierno fue matador de demonios y de sus leyes. A través del Gran Espejo Dodecaédrico que todo lo ve, ante la mirada del rey de los demonios, el Magnánimo Hades, fui testigo del  irrefrenable atrevimiento de mi amado. Porque tampoco es verdad que fui entregada en sus brazos a partir de un pacto.

-Oscuro Hades, entregadme a mi amada –dijo Orfeo, sin miedo.
-¿Acaso crees, pequeño mortal, que puedes darle órdenes al Señor del Inframundo? –respondió el oscuro Hades.
-Ni siquiera tú, Hades, has de detenerme. No he de regresar sin ella, jamás –sentenció Orfeo.
-Entonces, pequeño músico, ten por seguro que ya no has de salir de mis dominios; ella se queda. –La voz de Hades tronó con furia.

Y contra el tronar de Hades tocó su lira mi amado. Y contra las rocosas paredes del recinto dieron sus notas, y se desgarraron y cayeron las otrora inamovibles columnas que databan de un tiempo inmemorial, anterior a los hombres.

Tomada de la mano de Orfeo fui arrastrada por pasillos laberínticos donde la oscuridad estaba forjada con los lamentos de las almas perdidas. A medida que avanzábamos por esos corredores terribles, notábamos cómo iban cambiando de forma; la piedra que los conformaba iba trocando: ora en sangre, ora en pútrida piel de hombres, ora en huesos cadavéricos, ora en lozas de cementerio cuyos epitafios versaban acerca de nuestro horrendo final.

Los pasillos se multiplicaban en la noche sin fin, pero Orfeo jamás disminuyó su marcha; entendió que en la resolución de un hombre habita la verdadera libertad y el verdadero amor.

Los demonios, a su vez, entendieron que no podían luchar contra un hombre sin miedo, y tuvieron miedo.

Llegamos a una bifurcación y vimos que hacia arriba se extendía la luz de la mañana del mundo. Sin embargo, Orfeo, en ese reflejo demasiado cautivante presintió el engaño. A nuestra derecha asomaba un corredor oscuro, acaso letal, que descendía bruscamente; hacia allí me empujó mi amado, y nos sumergimos en sus fauces.

Porque la fisonomía del inframundo había cambiado; porque Orfeo pudo predecirlo, porque los lamentos y la sangre y los huesos y los epitafios escabrosos comenzaron a desaparecer en nuestro descenso interminable.

El arriba era abajo, el abajo era arriba.

Llegamos al final del camino y la luz de una luna perfecta golpeó contra las cuerdas de la lira de Orfeo, y contra nuestros rostros desbordados de lágrimas. Interminablemente nos besamos bajo un cielo nuevo que paría nuevas estrellas a cada instante.

Contagiados de esperanza, fuimos libres.

Abajo, en el infinito hueco de los demonios, Hades debió dar cuenta de su derrota. Otro demonio, más joven y elemental, pero más astuto y certero, ocuparía el trono del vencido Hades, blandiendo un punzante tridente en las manos.

De este modo, la historia de nuestro amor determinaría el principio del fin de una Era: el mundo del mito habría de extinguirse en el recuerdo de sus propias historias, que, como reliquias de un tiempo preternatural, habían definido el espíritu de aquellos siglos.

Entonces, el paso de los eones daría a luz a otro mundo. Una tierra de  hombres en cuyas venas correría cuajada la roja sangre de un único dios  junto a la de un único demonio: Lucifer.

Desde los eones del tiempo resuena una órfica lira… Insomne, nos recuerda que el Destino está en nuestras manos, y que el Amor, más allá de toda duda y de toda tentación, es invencible.

                                             (Desde el recuerdo de Eurídice…).