Te digo, Raquel, que la
enjundia del tiempo ha coronado sus resurrecciones. Debes creerme, ellos son
los hijos de aquellos que se internaban en mis sueños e intentaban fagocitarme.
Sí, los herederos de las estirpes ominosas, sacrílegas en deformidades,
impregnadas de olvido y espanto. Han sido, noche tras noche, amor mío, un
destilar siniestro, imparable. Pero te aseguro que yo he intentado combatirlos
con todas mis fuerzas… Te quiero, Raquel; de algún modo luché contra ellos
gracias al amor que siento por vos. Estoy investido con tu fuerza, con tu
pasión. Porque ¿sabés?, el amor nos da fuerzas, Raquel. Vos nunca terminaste de
creer que yo te amaba, ¡y cuánto te amaba y te amo, mujer de mi vida! Creo que,
en realidad, vos nunca creíste en el amor o, mejor dicho, nunca creíste que un
hombre pudiese amarte de verdad. Y eso me lleva ahora a pensar que, en
realidad, quizá yo solo haya sido una excusa para vos, un escape. Que acaso
nunca me amaste… Ahí están, Raquel, otra vez están acechándome, intentan
rodearme. Se esconden tras las sombras, pero yo puedo verlos. ¿Solo fui la
encarnación de la pasión para vos?, ¿nada más? Digamos que fui algo pasajero,
carne que acallara los llantos de tus deseos más íntimos. No importa; yo te
amaba y te amo y, de cierta manera, fui feliz. Me están cercando, Raquel. Puedo
sentir sus garras, creo que una de sus uñas me ha rozado la mejilla. Siento
asco, Raquel, son perversos, muy perversos. ¿Te acordás de nuestro primer
encuentro? Cuánta pasión nos abrazó aquel día.
Y cuánto amor de mi parte. No de la tuya; ahora, como te digo, me doy
cuenta. Es feo darse cuenta que tu corazón nunca latió por mí. Es feo, Raquel,
muy feo, sentir cómo me rozan, cómo me cercan. Ellos quieren llevarme; siento
que me abrazan, son muchos, son Legión. ¿Hay algo más grave que el desamor? Yo,
que me entregué al amor con tanta fuerza y con tanta sinceridad, repentinamente,
me estoy quedando sin voluntad para luchar. ¿Sentís las campanas, Raquel?, ¿por
quién tañen?, ¿por vos o por mí? Les acabo de escupir en sus rostros, y en sus
garras. Hay muchas garras y muchos rostros, y son algo deformes. Recuerdo
cuando me sonreías, amor, y cuando me acariciabas. Y yo te besaba, yo buscaba
tus labios y tus manos, una y otra vez, y vos estabas distante, tan distante.
Ahora me doy cuenta. Te digo, Raquel, que la enjundia del tiempo ha coronado
sus resurrecciones. Debes creerme, ellos son los hijos de aquellos que se
internaban en mis sueños e intentaban fagocitarme. En aquel momento yo estaba
solo, muy solo y vos apareciste para salvarme de las tinieblas. Y entonces yo
tuve la fuerza para combatirlos, a ellos, a los demonios perversos. Pero ahora
me doy cuenta, con inmensa tristeza, que todo fue una farsa… Me dejé llevar por
los sentimientos, qué estúpido. Me arrastran, Raquel. Me estoy alejando. Como
vos te alejaste cuando parecía que estabas tan cerca, pero estabas tan lejos;
tus ojos miraban hacia otro lado y yo creía que me amabas. Sus ojos, Raquel,
son horrendos y me están mirando. Ya me voy, amor, ahora que ellos -y que vos,
al fin- están a mi lado. ¿Son tus ojos, Raquel? Esos ojos, estos ojos que veo,
tan vacíos de amor, tan horrendos, ¿son un espejo de aquellos que no me miraban
mientras yo te adoraba?
El infierno, Raquel, es la
falta de amor. Es la mismísima soledad del alma.
¿Por quién tañen las campanas? ¿Las oyes,
amor mío?
Soy una sombra Raquel, un ser
ominoso abandonado a su suerte, en medio de la noche del alma, cuajada en
tañidos; acaban de sepultar mi alma.
La enjundia del tiempo
ha coronado sus resurrecciones;
tañidos insomnes los
han despertado.
Los espectros, en la
profundidad de un sueño, buscan el amor,
a su Raquel, a tantas
Raqueles como amores imposibles hayan existido.
El infierno definitivo es
la soledad.
Raquel, quizá, despierta y, quizá, razona
su pesadilla, sale a la calle y va en busca de su amor… Ella gira su rostro.
Alguien está observándola. Siente, de
pronto, el tañido de una campana.
O acaso es el hombre que, quizá, despierta
y, quizá, razona su pesadilla, sale a la calle y va en busca de su amada… Él
gira su rostro. Alguien está observándolo. Siente, de pronto, el tañido de una
campana.
¿Por quién tañen las campanas?
¿Las oyes, amor mío?