En el espejo de la noche hay ciertas voces
que arguyen sus sinrazones,
probidad o melancolía soterrada de nieve parduzca
en una llanura inconmensurable,
ecos o vestigios de un tiempo enterrado en el confín de tu alma,
como el canto de un pájaro atroz retumbándote,
calcinando tus palabras, tus versos,
momificándote los dedos de los pies,
hombre-estatua,
es tiempo de relojes malditos,
de respiraciones indecorosas,
corazones abatallados de incomprensión y de furia,
salivas sanguinolentas,
palabras como espadas,
espadas como truenos de sal.
¿Cuántos odios supura el amor?
O cómo la luz sirve para proyectar sombras funestas.
Años vividos,
años muriéndose en ti.
El futuro es el dueño de la incertidumbre
a la vez que alquila la esperanza de los hombres.
Y los hombres,
vestidos de marionetas,
o de estatuas,
ataviados con la herrumbre fútil de sus próximos relojes
gritan, vociferan,
gimen, lloran,
viven y mueren,
creen y descreen,
saltan o cojean.
Chorrean,
y se resquebrajan.
Se secan.
Pero cada tanto,
vuelven a beber elixires mancos
(porque la mano tendida por el destino no tiene un dueño conocido)
y se hidratan nuevamente.
El ciclo de lo inexplicable pervive,
el futuro saca su cartel a la calle.
Se alquila una esperanza: tratar aquí.
Un hombre dobla por la esquina:
acaso levante la mirada.
César Augusto Pacheco