Al fin, el visitante.
Un
incipiente sol recrudece sobre las espaldas del hombre. El desierto se expande
con insolencia. A su alrededor lo abruman ambos, sol y desierto, mofándose de su sed. Pero, mientras su
camello rebuzna a pasos cansados, el horizonte dibuja ya algunas tiendas bajas.
Los oblicuos rayos marcan las cinco de la tarde cuando el visitante, al fin,
llega al poblado. A su derecha, una mujer de ojos azules lo observa expectante;
ella piensa, con felicidad, que su hombre ha llegado. Horas después,
despojados de sus ropas y cubiertos de noche, hacen el amor incansablemente. Las
mieles del sexo jamás habían sido tan pasionales —tan brutales—, piensa ella,
extenuada por la rudeza viril de su compañero. Siente profundamente —sin dudarlo—
que el desierto ha acrecentado la lujuria del hombre —y algunas otras cosas.
A
la mañana siguiente, el visitante ha dejado el lugar.
Sabrán
ustedes que esa misma mañana, antes del mediodía, su hombre (tan parecido al
visitante…), al fin, llega al poblado. Ella, algo confundida —o no— le sonríe.
César Augusto Pacheco
La bella musica de Loorena McKennitt me dictó esta microficción: