Si te cruzas con algún fantasma aquí adentro, simplemente ignóralo; pero si se pone fastidioso, recítale algún verso en voz alta, que con eso será suficiente... (Si te toman por loco, no es culpa mía.)
Hoy
no, le dice a aquel que yace silente como un muerto pero lo escucha. Luego,
gira la cabeza y observa por la ventana. Afuera unos niños corren entre
barullos y bocinas. Juegan a la mancha. Mancha.
Roja. Única. Definitiva. Se toca el
pecho. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Latidos. Sístoles y diástoles. Tiempo… Hoy no…,
balbucea. Se abre un cajón del escritorio. Toma a su frío confidente entre las
manos. Lo acaricia...
Lentos pasos escalan una saliente inclinada. Una lejana montaña asciende dueña del horizonte, quiebra la tierra al ser proyectada en los ojos del hombre, fastuoso juego visual inyectado en su decidido acercamiento al precipicio. El hombre se abalanza hacia el borde donde la tierra acaba; su cuello se inclina, sus ojos polvorientos golpean contra la tierra hundida en su propio infinito, en su matriz; observan la sangre de árboles lejanos, penitentes amigos del silencio, cómplices del viento. Adelante, aguas que lamen montañas. El hombre de los lentos pasos clava sus pies en la tierra: sus ojos se estrellan en el horizonte, se cierran. Siente que la montaña inalcanzable lo llama, que el viento pronuncia su nombre. Brevemente piensa en su familia, en sus pequeños hijos. Un viento temible que imita voces, carcajadas de niños. Se burla de él, de sus miedos. Duda el hombre en su quietud, en la oscuridad de sus párpados, en su precaria pequeñez. Pero la montaña y el infinito y el precipicio lo llaman. Le gritan. Cruje una naturaleza incontenible que acalla voces y risas. Sus párpados se abren. Inspira. Reza. Va a saltar. Va a caer. Lo sabe. Lo siente. Lo desea. Retrocede con decisión, como poseído o demente, para darse impulso, para que los filosos bordes del despeñadero no descosan su carne demasiado rápido: es preferible golpear contra las copas de los árboles o contra la mismísima planicie. Es preferible que su impacto sea letal.
Acelera un ritual preparatorio. Balbucea mínimas plegarias, se persigna. Aprieta los puños. El hombre de los lentos pasos corre a zambullirse en el vacío. Mientras su vista se sacude a zancadas, vuelve a pensar fugazmente en sus hijos. Pensamiento inconcluso. A sus pies se los traga el viento.
Gritos diluyéndose hacia abajo. Hacia las entrañas de la tierra. Ojos con lágrimas.
Resuenan ecos desesperados que se alejan excesivamente rápido. Se arrepiente: «Demasiado tarde», piensa. Precarios vuelven sus recuerdos, mientras atraviesa la línea recta dibujada por un pájaro…
Ahora sueña…
Lo arrulla un viento con manos que lo impulsan, que invierten su destino. De pronto, el hombre que sueña acompaña el vuelo ascendente de las aves. El viento, que ya no se burla, lo eleva: abraza un arnés que abraza al hombre, que abraza unas mágicas alas de tela triangular.
Deslizándose por sobre las aguas, rumbea hacia la ladera de la gran montaña. Respiración insondable. Una tropilla de caballos define sus latidos. Su fe acaricia la gran montaña. «Sabíamos que podías hacerlo», le balbucean la piedra, la tierra, el cielo y los pájaros.
Su primer salto en soledad no ha sido un sueño: ha sido, simplemente, temerario y maravilloso.
Como la vida misma.-
César Augusto Pacheco
Adjunto el audio del cuento para quien quiera escucharlo:
Golpeabas,
golpeabas, golpeabas… Me recordaste a Marita cuando niña ¿te acuerdas
papá? Que se la agarraba a las patadas
con las puertas, que chillaba como loca hasta que mamá de un bofetón le daba
vuelta la cara… Largas noches de vigilia
y catástrofe en las que tú volvías borracho como una cuba y sin embargo la
terca de mi hermana que al verte llegar se le dibujaba una gran sonrisa, aguardándote
como al gran amor de su vida, como a ese gran hombre que nunca fuiste… Si eras
el único al que Marita le hacía caso sin chistar. Le forjaste un alma
masoquista a la pobre; ella –que era tu preferida- siempre te esperaba… Aunque
la maltratases, la abofetearas, y todas esas cosas que años después yo
supe que tú le hacías al entrar a
hurtadillas a su cuarto y que mamá se hacía la desentendida y que la gran
familia perfecta y que las apariencias y todas esas patrañas. ¿Te acuerdas,
papá? Yo todavía me acuerdo, cómo no recordarlo…
Y sí, papá, recuerdo también cuando yo,
cansado de todo aquello, cansado de tus pánicas borracheras, de la boca como
fresa aplastada de mamá, de los moretones en las piernas avergonzadas de mi
hermana y de mis ojos en compota y de mi espalda purulenta fraguada por la cola
de ese dragón envilecido que sujetaba tus pantalones, decidí al fin darte ese
golpe con la pala que hizo que te desmayes y que sangraras como un volcán y
aprovechando que mamá y Marita se habían ido a dormir temprano te arrastré
hasta el jardín y te metí con mucho esfuerzo en ese viejo y grande cajón para
herramientas con alma de ataúd y entonces te tiré en ese foso bien profundo que
cavé durante varios días en secreto y que camuflé con macetas y con las ramas
del árbol ese con el que armabas los chicotes con los que me sangrabas las
piernas hasta que yo retorcido en llantos te pedía por favor papá… Y tú que despertaste
allá abajo y golpeabas, golpeabas, golpeabas… como si alguien fuera a oírte y
Marita que sí te oyó y que agarró el revólver y que yo ya no oí más nada porque
pese a todo ella te quería… ¿Te acuerdas papá?...
César Augusto Pacheco
* La foto pertenece a Teresa Encinar y fue extraída de:
*El título original de esta microficción era "Señalamientos". De ahí parte el abuso -intencional- de la reiteración de los pronombres demostrativos. He sospechado que al rencor le fascinan los señalamientos. Por ello sabrán disculpar la decisión de abusar de tan extenuante recurso. El texto, rebelde a las culpas, sólo me permitió cambiar el título.
Sabes,
profundamente sabes, que al otro lado de la ventana ella te espera.
Y lo que también sabes es que su cuerpo es
de color plata o bronce, que a su sonrisa la avalan unos dientes de rubí
afilado, y que sus cabellos son negros como negro es el cielo que la cobija. Te
impregna, a medida que desesperas, el olor de su piel, volva de seda que cubre
unas caderas agresivas o curvilíneos pechos de piedra. Entonces oyes los ecos
sombríos de su respiración: ella acompaña el retumbar de tu deseo. Intuyes,
sabiamente, que alguna noche no podrás evitar lo inevitable, que la silueta
voluptuosa que te incita a soñar extrañas pesadillas, la sombra que
aguarda, te atrapará en su pérfido juego
de hembra voraz, sólo para canibalizar tu corazón, para extirparte el alma en
estentóreo goce animal, para calmar su apetito. Entonces, te arremangas y
escribes un texto -este texto-, para que tu literatura te salve o, acaso,
extienda un sospechado final. Acompaña a esta última palabra un sonido que es
como un batir de alas alejándose… Crees,
por un momento, que escribir te ha ayudado esta noche. Lo que no entiendes es
que tu literatura es la que vocifera su nombre, son tus palabras las que juegan
con tus nervios. Que no es espanto, es creación, entrega. Y que esa entrega (tu
arte), al articular un confuso verbo, un mínimo adjetivo o un certero
sustantivo, puede arrojarte en sus fauces… Fauces,
mortalmente, la ha cautivado… Te agazapas: estallan los cristales de tu
ventana…
César
Augusto Pacheco
Adjunto el audio del cuento para quien guste escucharlo:
Mientras Pegaso galopa, su madre, Medusa, que con sus lentos goterones de sangre acaba de forjarlo, lo monta con la cabeza girada, algo descoyuntada por el estentóreo vaivén y por el fallido movimiento de la hoz de Perseo. Se conducen hacia un precipicio interminable. El grito de un gigante los detiene. Es Crisaor, quien, también forjado por la estela sanguinolenta de su madre, corre tras de su hermano y lo embiste torpemente. Pegaso que se desploma. Medusa de bruces contra las rocas. Cayendo por el precipicio, una cabeza con cabellos de serpiente que va a parar en las manos de Perseo, quien a partir de aquí, continúa con la historia relatada en los libros…
2 – “Focalizando” la escena anterior:
Mientras un caballo alado galopa, una doncella con la cabeza girada, algo descoyuntada por el estentóreo vaivén, lo conduce hacia un precipicio interminable. El grito de un gigante avisa que la travesía llegó a su fin. Caballo que se desploma, doncella de bruces contra las rocas. No hacen más ruido que el de una nube golpeando contra un celofán…
Una niña que acude a levantar a su padre luego de que éste tropezase con la cama y le tirara los juguetes al diablo...
Materiales y actores necesarios para recrear este divague literario:
-Un caballito de goma (preferentemente con alas).
-Una muñeca (preferentemente con el cuello roto o salido).
-Una superficie lisa, por ejemplo: una cama –sirve a la vez de precipicio y de trampa para padres algo torpes.
-Una hija / hijo titiritero.
-Un padre que venga a interrumpir el juego, ya sabemos como (hace las veces de gigante, y por casualidad, dada la posición de la caída, de la mano de Perseo).
-Algún / algunos libros de mitología y una importante dosis de delirio.
* Ya sabrán las bellas madres en qué piensan sus adorables esposos que escriben cuando absortos observan jugar a los niños durante horas… César A. Pacheco